miércoles, 11 de enero de 2012


 Sherlockeando

En 2007 HBO produjo la película (para televisión) Stuart, a life backwards. En la misma (una auténtica maravilla) muchos críticos estadounidenses profetizaron la llegada de dos auténticos pesos pesados de la interpretación: Tom Hardy y Bennedict Cumberbatch. El primero, Hardy, era un prodigio físico que –paradójicamente- era capaz de ofrecer unos registros emocionales apabullantes; el segundo, Cumberbatch, era un tipo con cara de interrogante, uno de esos hombres de los que nunca se sabe muy bien qué están pensando y que no solo aguantan la mirada del espectador sino que se la devuelven. En realidad, los críticos ingleses ya conocían al actor por su precioso retrato del científico Stephen Hawking (Hawking) en 2004, pero –ya se sabe- hasta que uno no cruza el charco parece que no existe… o algo parecido.

Los que atisbaron el –futuro- triunfo de esos dos milagros con patas no se equivocaron ni un apice y en 2011 ambos son ya actores consagrados. Hardy atacó con Warrior (inédita en España, la película-bofetón de 2011) y ya ha rodado la tercera entrega del Batman de Nolan, donde interpreta a Bane, un villano con la titánica tarea de hacer olvidar al Joker. Su colega, Cumberbatch, ha firmado El topo, puesto la voz –por partida doble- para El hobbit, prepara el nuevo Star Trek y acaba de estrenar con Spielberg (Caballo de guerra).

Sin embargo, Cumberbatch ha tenido tiempo de parar su ajetreada carrera cinematográfica para rodar la segunda entrega de la serie que le ha granjeado fama y fortuna entre los teleadictos: Sherlock


Ya con la primera temporada, esta serie de la BBC (¿y de quién iba a a ser?) creada por Mark Gatiss y Steven Moffat levantó el aplauso de los fans y de los expertos en esto de la caja tonta. La revisión del personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle, modernizado de forma ejemplar sin dejar de lado las constantes vitales del personaje, fue un exitazo y el rostro de Benedict Cumberbatch ha tenido mucho que ver con ello.

Sherlock trae el legendario detective hasta el s.XXI. Espigado y repelente, no fuma en pipa (aunque se permite algún cigarro ocasional), toca el violín, abusa de su móvil (y especialmente de los sms) y es tan asexuado como el bueno de Sheldon Cooper, con el que también comparte su absoluta indiferencia hacía las convenciones sociales. Se aburre fácilmente, viste con clase pero más por una cuestión de comodidad que por otros factores. Su mejor (y único) amigo es el doctor Watson y sólo le interesa una cosa: los retos, en forma de casos -a primera vista- imposibles.


En la primera temporada, y con la ayuda de Martin Freeman (otro pedazo de actor, que interpreta a Watson) se sentaron las bases para una narración viva, enérgica, que vive –básicamente- en la química de la pareja protagonista. Diálogos pulidos (marca de la casa), dirección más funcional que de virguerías y –sobre todo- una espléndida traslación del universo de Conan Doyle a los códigos contemporáneos usando la tecnología como máquina del tiempo.

Fueron tres episodios, dos de ellos memorables, con un villano discutible (aún hay que ver si ese Moriarty -interpretado por Andrew Scott- puede estar a la altura del reto o tiene que tirar de histrionismo cada vez que se encuentre con Sherlock) y el goce de contemplar a Cumberbatch, ese tipo de mirada jeroglífica que se mueve como una gacela con prisas. Esa criatura insolente de ojos pequeños y cuerpo de bailarín es el corazón y las venas de la serie: pocos rostros son capaces de acumular tanta tensión con un simple guiño o de resultar tan seductores sin perder ni una gota de excentricidad.


 La segunda temporada parece –a todas luces- mejor. El primer episodio (del que hablamos hoy aquí) es magnífico, con un guión brillante y la impresión de que probado el vehículo ha llegado el momento de darle al acelerador. Así que retomando la acción donde la dejamos al final de la primera entrega, Sherlock y Watson vuelven a su rutina diaria de casos absurdos (magnífico el montaje de clientes imposibles a los que cabe estar atento porque desvelan pistas importantes) hasta darse de narices con un cliente con galones. El ritmazo del capítulo, la impresionante complicidad entre el detective y su ayudante, la gran cantidad de guiños a Doyle (desde el contador del blog de Watson parado en 1895 –año en el que el escritor decidió cargarse a Holmes- a esa foto donde el sabueso luce la gorra que le inmortalizó), la aparición del personaje que podría romper esa anemia emocional de Sherlock  y –especialmente- la utilización del humor como desengrasante de la trama convierten esta segunda temporada en un banquete para los sentidos.

Sherlock es una de esas series que serán recordadas muchos años después de que finalicen y nosotros tenemos la suerte de estar viviéndola en vivo y en directo. Solo cabe pedirle a Cumberbacth que no se deje deslumbrar por los focos y las alfombras rojas y vuelva al detective siempre que el material valga la pena.

No podemos acabar este post sin hablar de Steven Moffat (el guionista responsable de la resurrección del Dr.Who y del Tintín de Spielberg) que le ha insuflado aire a la serie, le ha hecho coger músculo y la ha puesto a correr como si la persiguieran una horda de caníbales. Pocos proyectos catódicos cuentan con un showrunner tan brillante y arrojado como Moffat y esperemos que el hombre no se aburra ni quiera dedicarse a otros asuntos. Sería una auténtica jodienda (con perdón).

Por si acaso, la tercera temporada parece ya confirmada, así que nos queda diversión para rato. De momento la segunda temporada de Sherlock se estrena mañana en nuestro país: TNT, dial 24 de Canal +, a las 22.15.


EL PAÍS.com - Por: Toni García | 11 de enero de 2012

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