Cuenta la leyenda (la suya, él creó su propia leyenda) que Juan Luis Galiardo se despojó un día de toda su ropa y se plantó desnudo y flaco como don Quijote ante Manuel Gutiérrez Aragón cuando el cineasta estaba buscando encarnadura para el protagonista de la más famosa locura de la historia de la literatura. “Estos son mis depojos, no me digas ahora que no soy el Quijote”.
Tuvo el papel. Su historia comenzó en la costa andaluza, y es mezcla de extremeños y andaluces. Extremado en casi todo, estuvo a punto de sepultar en el hielo de Finlandia a Charlton Heston, y en medio de esa locura (de la que obtuvo certificados) halló a un psiquiatra benefactor, el doctor Manuel Trujillo, al que le juró gratitud y fe eterna. Fue, en los años de su esplendor, el don Juan del cine que en el franquismo distrajo las tardes de los españoles, pero aquel incidente con Heston (en 1972) le volvió la cabeza a la insensatez y a la aventura, así que dejó de ser un galán para convertirse en un actor atormentado y un ciudadano que no cesaba de quejarse (y de reírse) de su destino.
Un día le contó algunas de sus desventuras a Rafael Azcona, que inventó muchos papeles para él, y a José Luis García Sánchez, que lo envolvió en esos papeles como su director más habitual; al término del relato, Galiardo se quedó en silencio como si el maestro de los guionistas españoles le fuera a dar un abrazo o la bendición. Le dijo Azcona:
- Con eso que me cuentas Dostoievski no hubiera escrito ni media línea.
Cuando le vio los dientes al desenlace fatal de la vida (en torno a 2009, cuando tenía 69 años), se rodeó de medicinas pero sobre todo de alimentos que creía saludables, capaces de otorgar la salud eterna, y los ingería con la desesperación divertida con la que buscó el equilibrio que la vida siempre le hurtó.
Era muy ocurrente, y muy trabajador, un empecinado. No paró jamás; fue productor, director, actor… En los últimos años de su vida, despojado definitivamente, o casi, del cuerpo glorioso que le dio la naturaleza, buscó papeles como aquel quijote desmejorado o como el avaro de Moliére, e incluso buscó en Shakespeare y en Cervantes compañeros de juegos y de asuntos que él abordaba como si acabara de llegar a este mundo.
Ese fue su rasgo, la grandilocuencia, el entusiasmo. No se arredró ante nada, y mucho menos ante la ruina. Conducía su coche, un jaguar que olía a cuero viejo, como si estuviera paseando por Hollywood o por Berlín, mirando hacia el asiento de al lado, gesticulando como si delante lo estuviera filmando una troupe de directores famosos pendientes de su dicción perfecta. Un día me dijo, ya en esa fase de desconsuelo ante la salud esquiva, hablando de su ego famoso: “Pues mi ego está en un 10% de lo que fue. No es nada. Ahora ha muerto mi primera mujer, Juana, la madre de mis dos hijos. Y fuimos a buscar las cenizas. Cuando ves que alrededor disminuye tu mundo a hachazos, como el de la muerte de Rafael, no hay ego que valga, se va al suelo”.
Pero su ego no se fue al suelo; esa era una manera de luchar para seguir. Buscó papeles de decrepitud, pero pensando que su cuerpo, el que sentía la necesidad de seguir actuando, era el verdadero Galiardo, no el que estaba amenazado por el embate crucial de su vida. En aquella ocasión de remembranza recordó aquellos años en que se lo rifaban las chicas en las platós y aún más cerca. Cumplía entonces la famosa edad, 69, “dos números tan hermosos; le he jugado mucho en la ruleta, y en el juego sexual he sido 6 y 9, he sido todo. Ah, y no te he dicho, la película que ruedo ahora, Asesino a sueldo, de Salomón Chanh, es la número 169 de mi vida”.
Hizo de todo, ni la psiquiatría logró pararlo. Era temible, por su energía, por su facundia. “La anécdota que mejor me representa”, me dijo en otra entrevista, “es aquella que me sucedió en México, cuando actuábamos María Luis Merlo y yo recitando versos en el Hotel Camino Real. Un político mexicano me interrumpía cada vez que empezaba Verde que te quiero verde, y él gritaba Ázul, manito, hasta que María Luisa me miró, como alentándome, Súper, mátalo, y el tío tenía una pistola, pero me armé de la hidalguía de la raza, de la vergüenza torera, así que me abalancé sobre él, y el tío se achantó… Me salió la fuerza del huérfano, ese momento de la vida en que eres o héroe o cucaracha, y sales héroe… Luego supe que el tío se había achantado porque tenía una placa de plata en la cabeza, así que si yo caía sobre él, aunque fuera ya cadáver, lo mataba seguro”.
Fue un gran actor de teatro, hizo muchísimo cine (alimenticio y del bueno), y tuvo una gran oportunidad (aprovechada) en televisión, con la serie Turno de oficio, donde se sintió “reciclado por Antonio Mercero”. Era un perpetuo insatisfecho que picó su entusiasmo en muchos ríos, y fue actor de gente como el citado García Sánchez, José María González Sinde, Antonio Giménez Rico, Francisco Regueiro (“aquella excelente Madregilda”), José Luis Cuerda, Méndez Leite… “Yo no sería nada sin el espíritu que me regalaron… Y después vinieron los más jóvenes, Fernando León con Familia, Santiago Segura, David Trueba… Han sido tan importantes para mi como la psiquiatría”.
Tenía miedo y tenía miedos, y eso le confirió una ternura que él disimulaba detrás de un vozarrón que amainaba gracias a una risa que dominaba su cuerpo y se concentraba en los ojos. Fue muy querido, tan querido que parece imposible buscar ahora, en los recuerdos que dejó, otra cosa que leyendas benévolas de un testigo y un actor del tiempo oscuro y de los años turbulentos que acompañó con sus llantos y con sus carcajadas quijotescas de hombre desnudo frente al mundo.
EL PAÍS.com - Juan Cruz - Madrid 22 JUN 2012
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