Se ha convertido en una garantía de éxito en taquilla.
El galán 2.0, el actor que mejor seduce últimamente desde las pantallas, del cine a Twitter
Interpreta ahora su papel más adulto y complejo. hace de ‘poli’ malo en el filme ‘Grupo 7’
Rodar la serie. Ir al gimnasio. Volver a casa. Vuelta a empezar. La vida actual de Mario Casas se diría poco excitante si el actor no tuviera que sortear el par de coches que desde las nueve de la mañana le esperan habitualmente en su domicilio de El Escorial y le persiguen allá donde va. “Suelo mantener la calma y no encararme. No me conviene. Una mala reacción es precisamente lo que fotografiarán y aparecerá en las revistas. Pero sobre todo en la autopista, cuando aceleran para no perderme de vista, siento miedo y me pongo nervioso”, revela sentado en un banco del Retiro entre caladas. Al levantarse, se coloca una gorra de punto grueso que le cubre hasta las orejas. La temperatura es de unos 25 grados. Pregunto si le han seguido hasta el parque. “No lo sé, es posible. Quizá la semana que viene aparezcamos juntos en la [revista] Cuore”.
Oír a Mario Casas hablar de nervios podría sorprender. Es el actor de moda. La prensa se ha referido a él como fenómeno del año desde hace ya cuatro. “Estoy harto de que digan que es mi momento”, lamentaba en una entrevista a este periódico hace 14 meses, cuando presentaba el thriller Carne de neón. Un tono, el del titular, que, justo es decirlo, en nada refleja su afabilidad. “Esa peli no funcionó”, subraya, algo incómodo con las expectativas que aún suelen acompañarle. Le guste o no, se las ha ganado a pulso. Mentiras y gordas recaudó 4.282.941 euros en 2009. Fuga de cerebros arrasó con otros siete, pocos meses después. Y rozando los diez millones, Tres metros sobre el cielo pulverizó su propia marca el ejercicio siguiente. Bombazos que simultaneó con el rodaje de Los hombres de Paco y El barco, las series de Antena 3 que allanaron el camino para convertirlo en el intérprete más taquillero de la última generación del cine español. Son los datos que confirman a Casas como un sex symbol atípico en estas latitudes. Con el proyecto adecuado, él aporta a las productoras más garantías de retorno que cualquiera de sus antecesores, llámese Antonio Banderas, José Coronado, Eduardo Noriega o Miguel Ángel Silvestre. Terreno abonado, se respira en su entorno, para un eventual salto a Hollywood que a él no parece obsesionarle. “Conozco mis limitaciones”, aduce, para luego enumerar con total desprendimiento: “Desde la vocalización, un handicapque he de mejorar, hasta el inglés, pasando por la edad y la falta de madurez”.
Sería mucho más fácil alegar nerviosismo ante el estreno de su nueva película, la áspera y asfixiante Grupo 7, que probablemente sirva para romper tres o cuatro tópicos sobre su imagen. Encarna a un policía encargado de limpiar Sevilla de yonquis y camellos con vistas a la inauguración de la Expo de 1992. Un alma compasiva y maleable que irá corrompiéndose a medida que los méritos de su mediático batallón policial se hacen más palpables. Igual que los registros de Casas, que compone aquí una de sus interpretaciones más estremecedoras.
“Es difícil afear a Mario”, reflexiona el director, Alberto Rodríguez, responsable también de 7 vírgenes y After, ambas bien recibidas por la crítica. “Tiene una fotogenia que he visto pocas veces, de actor clásico estadounidense”. Nada que le impidiera someter al intérprete a una bochornosa humillación en el clímax de la cinta, que debería ser suficiente como para descolocar a la mitad de sus fans y hacer que sus madres se lleven las manos a la cabeza. Allí, 70 extras, auténticos personajes del extrarradio sevillano, se despacharon a gusto insultando, escupiendo y apedreando a los cuatro protagonistas, que, a gatas y en calzoncillos, soportaban temperaturas de 40 grados. Para aderezarlo, el director subió a un niño a los lomos de Mario a la vez que una mujer le atizaba con un palo. “Y sin olvidar al figurante al que le dije que no podía hacerme una foto con él hasta que termináramos la toma”, añade con sorna el actor. “Mientras gateaba y recibía gapos en mi espalda, el tío me susurraba [entona un acento sevillano]: ‘¿Qué?, hijo puta, ahora no te puedo hacer una foto, ¿no?”.
El otro plus de dificultad, uno que siempre arrastra, lo pusieron las 200 espontáneas que gritaban a diario el nombre del actor mientras monitorizaban cada uno de sus movimientos por la ciudad. Hubo que eliminar digitalmente a muchas de ellas del metraje final. “Algunas se ponían chulas con la policía y en más de una ocasión tuvimos que escoltarle, ejerciendo de guardaespaldas”, relata Cuco Usín, especialista que supervisó las escenas de acción. Para Antonio de la Torre, compañero de reparto, Mario es todo paciencia. “Su manera de llevar la fama es admirable. Imagínate lo que tiene que ser rodar una persecución y encontrarte a cientos de niñas histéricas al doblar la esquina. No sé cómo consigue mantener la concentración a la vez que dedica atención a sus seguidoras”, recuerda el coprotagonista, que, según explica, se convirtió en conseguidor de autógrafos oficial del rodaje.
Casas no parece especialmente intimidado por el proyecto. Ni que tuviera muy en mente a esas niñas a la hora de incluirlo en su filmografía. ¿Una estrategia milimetrada para huir del encasillamiento y tratar de transformar su fenómeno mediático en una carrera respetable a la manera de antiguos ídolos adolescentes como Leonardo DiCaprio? Para el realizador que mejor le conoce, ni por asomo. “No creo que haya nada milimetrado en él. Mario se maneja desde la pulsión y lo visceral”, medita Fernando González Molina, director de Fuga de cerebros y Tres metros sobre el cielo.“Es anticerebral, tanto en su carrera como en la vida. A lo mejor, si actuara con más cabeza que corazón, cometería menos imprudencias, pero está totalmente inhabilitado para ello, es puro sentimiento”.
El actor nació hace 25 años en A Coruña y se mudó a Barcelona con seis. Allí se matriculó en un instituto de Esparraguera, para luego cursar bachillerato artístico en Martorell. Sus padres, con los que apenas se lleva 17 años, trabajan en la construcción, él, y de ama de casa, ella. Heidi y Ramón, como le gusta llamarles, por su nombre de pila, aprendieron a ser padres al tenerlo. Luego llegaron otros tres hermanos. Mario se ha tatuado las iniciales de los cinco. La R, por su padre; la H, por su madre; la S, por Sheila; la C, por Christian, y la O, por Óscar.
Animada por unas amigas, Heidi apuntó a su hijo a unos castings publicitarios. A la segunda ya sonó la flauta. Maggi, Boomer, Scalextric, Telepizza… Casas resultaba angelical y travieso, resuelto y con arrojo. También participó como polemista en un especial infantil de Crónicas marcianas, donde, con 10 años, se revelaba como un pequeño castigador. “Yo no quiero tener mujer. Son unas pesadas. No soy machista, ¿eh? He tenido un montón de novias, pero si las empiezo a enumerar no acabo nunca”, le soltó a Javier Sardá. Así, y no en ninguna filmoteca, se le metió el gusanillo de la interpretación.
A los 17 se mudó a Madrid, donde compartió piso y compaginó trabajos de operador o carpintero con sus estudios de interpretación en la escuela Cristina Rota. Lugar en el que conocería a buena parte de los jóvenes actores españoles que más han trabajado en la última década, y en el que, voluntariamente o no, marcaría con algunos de ellos una distancia que resultaría clave en su carrera. “Cuando entras tan joven en una escuela de método, donde tienes que ser antes de actuar, puede resultar conflictivo. Son como clases de psicología. Y hay que tener cuidado; si eres débil, te puede afectar. He visto cómo ocurre”. Con todo, Casas aprovechó bien, dice, las seis horas diarias de clase. “Me gustaba la improvisación, y hacer amigos, pasarlo bien. Quizá me llevara algunas broncas de los profesores, que decían que no me lo estaba tomando del todo en serio. Pero es mi manera de hacer las cosas. Yo respeto ese método de trabajo, pero no es para mí. Si voy amargado, pensando ‘uy, hoy lo voy a pasar fatal’, me entran las inseguridades y no disfruto actuando, y al final eso se va a notar”.
Mario representa sin demasiadas complicaciones ni disculpas un nuevo perfil en la industria: el galán profesional. El que permite el culto a su imagen sin trasladarlo a su personalidad. El actor que no tiene experiencias ultracorporales subiéndose a un escenario para hacer su particular interpretación del color verde. Que ahorra a los entrevistadores fatídicas consideraciones sobre sus papeles o el modo de prepararlos. Alguien consciente de su atractivo y que no lo vive como una carga. Que cultiva la fama en un término intermedio que se antoja saludable, sin sentimiento de culpa, ni tampoco asumiéndola como una farragosa responsabilidad hacia la sociedad. “Prefiero mantenerme al margen de cualquier posicionamiento político público, no quiero ser portavoz de nada”, es lo máximo que concede. Su personaje empieza y acaba en la imagen y cualquier extrapolación a su forma de ser o pensar es un exceso periodístico. Efectivamente, es más habitual en las páginas de la revistaCuore que en las entregas de premios. Carne de aargs y objeto de desesperadas declaraciones de amor en las redes sociales, con ración extra de hormonas y faltas de ortografía. Pero la tentación de tildarlo de engranaje dentro de una industria se disipa tras dos horas con él. Si algo trasciende del encuentro es que genuinamente se la trae al pairo.
Es más, el actor parece razonablemente cómodo en su dimensión de ídolo 2.0. Es fácil encontrar un viejo vídeo en YouTube en el que aparece haciendo el ganso con un playback de Andy y Lucas. O contestando vía webcam a sus más de 600.000 seguidores en Twitter. “Mario es inteligente, sabe que esto es parte de su profesión, que sus fans le dan de comer, y lo cuida”, resume Alberto Rodríguez. Más complicados de gestionar le resultan los novios celosos de algunas fans. “Los encuentras en un supermercado, en la calle, en un bar, te vacilan o te insultan a la cara. Y al principio te pones de mal humor y les miras mal”, admite el actor. “Pero aprendes que lo mejor es pasar. Aunque a veces sea peor, porque también te pueden llamar borde de mierda por no entrar al trapo. Hagas lo que hagas, no hay salida acertada”.
González Molina celebra la singularidad de Casas (“si lo elijo una y otra vez a él es porque no he encontrado a nadie mejor”) y se extraña de que no lo hayan nominado nunca a actor revelación en los Goya. “Repasando a algunos de los candidatos de los últimos años pienso: ‘¿Perdona? ¿Pero qué revelación hay ahí? ¿Quién demonios es ese tío?’. El fenómeno mediático que rodea a Mario es tan enorme que impide que se vea el talento interpretativo que hay”, reivindica el director, que descubrió al intérprete en el pasillo de un plató televisivo donde Casas rodaba la serie SMS. Quedó, dice, prendado de su mirada, y lo propuso –contra la opinión generalizada de que era “demasiado pequeño, demasiado friki”– para Los hombres de Paco y Fuga de cerebros, convencido de que poseía “una cosa salvaje y animal que se tiene o no se tiene”. El papel en el que más le apasionó, confiesa, no es de una película suya, sino de Mentiras y gordas, de Albacete y Menkes, su debut, donde Casas se enamoraba trágicamente de Yon González: “Un perfil absolutamente alejado del suyo. Mario es profundamente heterosexual, probablemente nunca haya tenido ningún tipo de problema de adaptación, ni mucho menos haber estado enamorado de su mejor amigo. Y muy pocas veces habrá sido no correspondido. Pero consiguió construir todo eso de una manera francamente especial”, termina González Molina.
Hasta en el apabullante éxito que le siguió, el actor dio muestras de su naturaleza atípica. Tres años después de su emancipación, la familia Casas volvió a reunirse en El Escorial. “Somos una piña. Estoy algo enmadrado. Pero nada conflictivo, ¿eh?”, bromea. “Mi casa, siempre llena de gente, es lo que me oxigena”. Y allí ha dicho que vivirá hasta que algún día decida mudarse en pareja.
La suya es María Valverde, compañera de reparto en Tres metros sobre el cielo y en las aún por estrenar La mula y Tengo ganas de ti. Además de cómplice en múltiples apariciones en medios –siempre de carácter promocional–, donde, pese a esconder la naturaleza de la relación durante meses, eran incapaces de ocultar una química desbordante. “¿Estás preparado, Lobezno?”, le dijo en antena Valverde a Casas cuando Pablo Motos les pedía detalles sobre sus escenas de sexo ante las cámaras. En diciembre, María le dedicaba unas líneas en esta revista, que elegía a su novio como uno de los personajes del año: “Mario me inspira y enseña. Lo más bello de él es lo que uno puede ver a través de sus ojos. Esos ojos que respetan, que se arriesgan, que se apasionan y que se equivocan”. El actor se resigna, pero sigue sin sentirse cómodo hablando públicamente de su relación, y mucho menos verbaliza su nombre. Admite, eso sí, que le repatea que se refieran a ella como la novia de Mario Casas, particularmente en lo concerniente a su trabajo. “Es surrealista. Ella es una intérprete como la copa de un pino, mucho mejor actriz, con mucha más capacidad que yo, que viene de donde viene, con una carrera larguísima y maravillosa, con nada que demostrar, ni necesidad de estar con nadie para nada”.
Es, junto a unas declaraciones que le atribuyeron que daban a entender que Casas nunca querría trabajar con Almodóvar, de las pocas cosas publicadas que dice que le han molestado. “Hay otras, pero no pienso darles mucha cancha desmintiéndolas”, tercia antes de separarse unos cinco metros y contestar al móvil. Estrena Grupo 7 el 4 de abril, y Tengo ganas de ti, la secuela de su mayor éxito, el 22 de junio. Con su gorro de lana, nadie diría que sobre sus hombros descansa uno de los pilares más visibles de una industria, el cine español, al borde del coma.
Lucas Arraut EL PAÍS.com 21 MAR 2012
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