Esta madrugada se cumple un siglo del hundimiento del barco
La catástrofe deviene en la gran metáfora de los peligros de nuestro tiempo
“Titanic hundido cuatro horas tras chocar iceberg; 866 rescatados por Carpathia, probablemente 1.250 muertos; Ismay a salvo, Astor quizá, famosos desaparecidos”. De esta manera sintetizó en titulares The New York Times la sobrecogedora noticia del hundimiento del barco más famoso (y cinematográfico) de la historia, incluyendo a la Bounty y el Potemkin. “The Titanic sunk”, “Titanic lost”, “Titanic disaster, great loss of life”, proclamaba la prensa. Parecía increíble. El soberbio, arrogante, insumergible Titanic. A partir de aquello, la fe en el siglo, en la tecnología, en el dominio de la naturaleza empezó a tambalearse, y todo fue a peor. De alguna manera desde entonces no hemos parado de hundirnos.
Esta madrugada se cumple un siglo día por día del trágico final de ese barco arquetipo de orgullo y de desastre. La conmemoración nos deja una marea de libros, documentales, exposiciones, homenajes, teorías y excentricidades (el viaje reenactment, las proyecciones del artista Gerry Hofstetter de fotos del barco sobre icebergs, DiCaprio en 3D). Pero hoy es un día para mirar al mar —desde fuera— y reflexionar. El Titanic se fue a pique como una metáfora de nuestra sociedad y paradójicamente en eso sí que se ha demostrado insumergible. Es tentador ver ahora en ese implacable iceberg, que fue su blanca némesis como Moby Dick la del Pequod, la crisis con la que ha topado nuestro sistema, propulsado ciegamente hacia delante por las calderas de la ambición y que nos ha pillado a muchos con lo puesto y a la mayoría sin lugar en los botes salvavidas.
La historia del Titanic tiene muchos ángulos y a ella como los personajes del mago de Oz nos dirigimos todos a buscar lo que nos interesa o nos fascina. También lo que tememos.
Para unos serán los aspectos técnicos del barco, para otros las siempre curiosas estadísticas (cabían 1.100 personas más, cargaba 16.850 botellas de vino y licor —¡hay una gran bodega allá abajo, señores!—; se salvaron más hombres, 338, que mujeres, 316, aunque, claro, ellas eran muchas menos a bordo, solo un 25%), o la sociedad de los pasajeros, ese microcosmos con su rígida estratificación eduardiana y sus tremendos contrastes, sin olvidar sus romances. A otros les atraen los momentos más dramáticos del hundimiento, la evacuación y la lucha por la supervivencia, los héroes y cobardes, el papel de la tripulación, el vía crucis de los que se ahogaron —en realidad la inmensa mayoría murieron de hipotermia, congelados: a los 15 minutos de promedio en el agua uno se quedaba pajarito; otros se rompieron el cuello al saltar al agua desde las altas bordas—...
El pecio, a cuatro kilómetros de profundidad, con sus misterios y tesoros, con las recientes investigaciones, y con su imparable deterioro apasiona a muchos: es espeluznante ver cómo el hierro se disuelve en el mar de la sal y el tiempo componiendo extrañas lágrimas con carámbanos de óxido; un Titanic delicuescente soñado por un Dalí de las profundidades duerme en el lodo, en dos grandes trozos (el sueño de reflotar el buque hace tiempo que se dio por imposible). Otros buscan el enigma nunca completamente resuelto, pese a lo que se diga, de cómo se produjeron el choque y el hundimiento.
Error humano, fallo de construcción, conspiración de la naturaleza... Lo único seguro es que el Titanic era un pedazo de barco, un navío extraordinario que chocó de una manera muy improbable —de hecho la única que podía hundirlo— contra un iceberg; que desde el momento del impacto estuvo condenado y que la gente actuó como lo hace siempre: dando unos lo mejor y otros lo peor de sí mismos, y la mayoría simplemente sin acabar de creerse que les estuviera pasando eso precisamente a ellos.
Llena de apasionantes controversias —no está claro que de haber habido más botes se hubiera salvado más gente, por ejemplo—, la historia del barco muestra un largo reparto, un nutrido dramatis personae que ofrece modelos para todos. El gran morbo del Titanic es la pregunta que nos arroja a la cara: ¿qué hubiera hecho yo en esas circunstancias?
¿Quién somos en la gran película real del Titanic? ¿Ismay, el propietario que se salvó subiendo a un bote y arrostró pasar a la posteridad como cobarde?, ¿el capitán Smith que trató esforzadamente de evitar el pánico del pasaje y se hundió con su barco?, ¿el primer oficial Murdoch que disparó a dos pasajeros y luego se pegó un tiro? ¿Wallace Hartley, uno de los abnegados músicos, que amaba tanto su violín que se lo ató al cuerpo instantes antes de morir ahogado? —un desaprensivo lo hurtó de su cadáver recuperado—.
Es este un día para recordar algunas de las grandes historias del Titanic. Personalmente, tengo una debilidad por las más macabras. Un mes después de la catástrofe, el Oceanic halló un bote con tres víctimas aún a bordo, muertas. Uno iba vestido con traje de etiqueta. El estado de los cadáveres fue descrito como “repulsivo”. Los cuerpos fueron sepultados en el mar como muchos de los otros recobrados. De los 306 recogidos por el Mackay-Bennet, 116 fueron devueltos a las aguas, en parte por la falta de suficiente líquido de embalsamar, que se reservó para los muertos de primera clase...
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