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domingo, 5 de febrero de 2012

La actriz Cynthia Nixon con su novia, Christine Marinoni

Cambiar de acera
ELVIRA LINDO 


Muchos años después, o tal vez no tantos, unos 10, los de esa década en que tantos secretos comenzaron a revelarse, volviendo a casa una noche a través del corazón de Chueca, me lo encontré. Lo que en tiempos fuera panículo adiposo parecía querer transformarse, sin éxito total, en músculo; el pelo ralo había sido recortado; la barba de barrio, frondosa y descuidada, había desaparecido; dos patillas de jovenzuelo le enmarcaban la cara y había cambiado las gafas metálicas por unas de concha. Parecía otro, pero detrás del hombre customizado por las modas seguías encontrándote la sonrisa acogedora de padre de familia, del buen hombre concienciado y batallador que yo había conocido 10 años antes, en mi barrio. Nos besamos y él entonces llamó a un muchacho. No para presentármelo, sino para que se retirara del centro de la calle donde quedaban los últimos valientes de una manifestación. La policía iba a cargar y era mejor retirarse. Yo le dije aquello que nunca se debe decir: "qué guapo tu hijo", o sea, aquel niño que yo recordaba, una de esas criaturas que los padres llevaban a hombros en las manifestaciones de otro tiempo. El muchacho se acercó, modernete, sin haber alcanzado aún la categoría de hombre, y cuando ya no quedó más remedio que encarar las presentaciones, el viejo camarada dijo: "es mi pareja". Menos mal que yo ya tenía mundo suficiente como para no meterme en el embarazoso jardín de pedir disculpas y pasamos a hablar de esos hijos reales que eran mayores que el muchachillo. Yo dije: "cómo pasa el tiempo", que es una frase que no sirve para nada salvo para evitar pronunciar otra más desafortunada. No es el único caso que he conocido, pero sí el que me hizo más impresión, por aquello de que los varones militantes de izquierda solo entendían la apertura sexual en un sentido, no eran muy dados a las aventuras capilares (salvo la consabida barba) y eran refractarios a los cambios de acera. Siempre me ha producido satisfacción pensar que la vida ofrece segundos, terceros actos en los que es posible dar un giro que remedie los errores del pasado. El escritor John Cheever encontró la comprensión de su mujer cuando, en una vejez prematura producto del alcoholismo, pudo convivir con su familia y con el que sería un último amor homosexual no clandestino. Pero también me irritan esos abanderados de la confesión obligatoria, aquellos que disfrutan malévolamente pronunciando nombres de supuestos gais que prefieren seguir refugiados en su armario. Tengo viejos amigos gais con los que jamás he hablado ni hablaré nunca sobre el asunto. Sé que mantienen un pudor generacional que en absoluto desearía vulnerar. ¿No es el respeto al silencio la manera más sutil de expresar el cariño?

En los últimos días me encontré en la prensa una polémica interesante. Tenía que ver con la actriz Cynthia Nixon, sí, esa, esa pelirroja de las cuatro chicas de Sex and the City. Actriz desconocida para el público español hasta que se hizo popular gracias a la serie, pero en Estados Unidos considerada una intérprete muy solvente y uno de esos casos raros en que una niña prodigio, como ella fue, continúa trabajando en los singulares años de la adolescencia y se reconvierte en una gran actriz madura gracias a no haber caído en la trampa de ejercer de tía buena con fecha de caducidad. Cynthia Nixon, tras años de matrimonio con hijos, se divorció y se emparejó con una mujer con aspecto de chicarrón de Minnesota. Lo que podría haberse considerado entre los círculos lésbicos (o bolleriles, como preferirían mis amigas del gremio) como una victoria histórica, se convirtió en polémica agria de la manera más boba. De la misma manera que hay recalcitrantes heterosexuales que temen a la homosexualidad como si esta se pudiera contagiar, también hay en ese colectivo del otro lado de la calle una exigencia moralista a ser de una sola pieza. A la señora Nixon no se le ocurrió otra cosa que atreverse a decir que no se trataba de que ella hubiera estado ocultando su verdadera identidad sexual durante toda su vida. Eso, decía, me dejaría en un papel de boba, de inconsciente. La actriz afirmaba haber amado a su marido y a otros hombres con los que tuvo affaires. El colectivo lésbico, como una madre autoritaria de mil cabezas, le echó una buena bronca: si Cynthia aseguraba que su lesbianismo es una opción, le da la razón a aquellas personas que piensan que la homosexualidad se puede curar. Blanco o negro, ya se sabe. Pero la señora Nixon no cede un milímetro ni permite que nadie analice las razones de su corazón. Quiere que sus hijos piensen que fueron el fruto de un amor verdadero con un hombre, igual que lo es el bebé que ahora acaba de tener con su nueva mujer. Siempre sorprende la presión de los colectivos: por un lado, quieren defender a sus pares, pero, por otro, les exigen que no se salgan de la plantilla, que sean siempre fieles a sus inclinaciones, que no crucen la acera, que no se contaminen. Incluso he llegado a leer por esas redes de Dios a militantes de la homosexualidad que se sorprenden, incluso se indignan, porque haya gais de derechas. Como si la tendencia sexual llevara implícito el partido al que votas. Por fortuna, el corazón tiene razones que la razón no entiende.

ELVIRA LINDO 05/02/2012

lunes, 9 de enero de 2012

 ELVIRA LINDO OPINIÓN
Los niños son monárquicos
Hoy es jueves. Es decir, en el momento en el que junto estas letrillas para que les lleguen a ustedes el domingo. Jueves, víspera de Reyes. Como el cuerpo responde a los estímulos que aprendió en la infancia, esta tarde oscura de invierno, a pocos minutos de que el chiquillerío se apodere del centro de las ciudades para ver a tres monarcas a los que nadie pide cuentas, monarcas que (afortunados ellos) no tienen yernos, y cuya monarquía no se resiente cuando, con el crecimiento, se acaba la fe de sus súbditos, dado que, de inmediato, hay otro batallón de criaturas dispuesto a rendirles pleitesía, yo, digo, la que junta letrillas una víspera de Reyes, tengo el cuerpo inquieto y el alma ilusionada. No tanto como para poner zapatos en la ventana, pero puedo asegurar que como mañana me levante y no haya un paquetito con un lazo (a mi edad, cuanto más pequeño el paquete, mejor) me sentiré desolada. Sí, amigos, yo también fui una niña extraordinaria que creció y se convirtió en una madre como tantas otras que no se cansan de repetir: "No, si yo, para mí, no quiero nada", pero que desean furiosamente que los Reyes Magos no se tomen esta negativa al pie de la letra. Jamás hay que creer aquello de que no hay amor más incondicional que el de una madre. Pero, por dios, ¡si el amor de esas yonquis del cariño tiene un pliego interminable de condiciones! Me acostaré esta noche con el cuerpo de víspera. Cuando te acuestas con el cuerpo de víspera te resulta difícil abandonarte al sueño. En los años en los que fui una niña gorda y extraordinaria deseaba y temía escuchar los pasos de Sus Majestades por el pasillo. Cuando al final me rendía el sueño, un batallón de muñecas de Famosa se aproximaba a mí y yo flotaba en sueños con olor a goma perfumada. Olor que, por cierto, encontré reproducido hace años en un perfume italiano que tiene una fórmula mágica, mezcla de talco, tocador antiguo de mamás y goma de muñeca. Cada vez que salgo a la calle con ese perfume impregnado en la ropa noto que la gente me trata con una educación que parece de otro tiempo. Para que luego digan que las cosas entran por los ojos. Pero volviendo al cuerpo con el que me acostaré esta noche, al cuerpo de víspera. Lógicamente, ya no estaré atenta a escuchar los pasos de los Reyes. En caso de que los escuchara llamaría de inmediato a la policía. Pero estaré tan insomne como entonces y con la mente inundada de deseos. No solo me quitará el sueño la posibilidad de un paquete con lazo, también rumiaré ese otro tipo de deseos inmateriales que a menudo se presentan vagos y difíciles de expresar. Lo intento:

Deseo un país menos agresivo y vociferante, más educado. Espero no apuntarme a ningún linchamiento

Y que, como ha ocurrido en otras crisis de la historia, el odio no se vuelva contra los que no tienen la culpa

1. Deseo un país menos agresivo y vociferante, más educado.

2. Deseo no perder jamás la educación al responder a la falta de educación de otros.

3. Deseo tener el valor de expresar lo que pienso y no lo que ustedes esperan que piense. No sé si me explico.

4. Espero no apuntarme jamás a ningún linchamiento, uno de los pasatiempos favoritos de nuestra España.

5. Espero tener la presencia de ánimo como para que las críticas no me quiten el sueño. Con los elogios no hay problema: los uso como bálsamo para contrarrestar los sinsabores del oficio.

6. Espero no perder nunca conciencia de las cosas buenas que disfruto.

7. No escribir rutinariamente, que eso es lo peor que le puede pasar a uno.

8. Apartar a las personas que tratan de ganarse tu confianza contándote lo que otros critican de ti. Ese tipo de supuesta solidaridad es vomitiva.

9. No caer en el error de juzgar a las personas a la ligera.

10. Deseo no tener ese tipo de lectores que en cuanto expresas una opinión con la que no están de acuerdo, dicen, "ah, me has decepcionado". Es legítimo que yo piense, "no, no, el que me has decepcionado eres tú, querido/a".

11. Vencer el miedo que provoca expresar una opinión impopular.

12. Deseo también que en mi país sean aceptadas las opiniones opuestas, que no se trate de mermar la libertad de expresión con boicoteos o campañas de descrédito contra los individuos.

13. Deseo, y eso ya lo escribí, pero lo repito porque quiero, que no paguen justos por pecadores.

14. Y que, como ha ocurrido en tantas crisis a lo largo de la historia, el odio y el resentimiento no se vuelvan contra los que no tienen culpa. Pienso en los inmigrantes, claro. Pero también en músicos, escritores, actores, directores de cine, dibujantes, profesionales que desde hace tiempo padecen el ataque de quienes hacen compatible la cultura con el odio hacia quienes la crean.

15. Deseo que puedan volver los científicos. Que no cunda la desesperanza. Que no cuajen los mini-jobs. Que el que la ha hecho, la pague. Que acabe de una puñetera vez el juicio de los trajes de Camps, que los pague o que los done, pero que pasemos a hablar de otra cosa. Que se resuelva de manera justa el caso del duque de Palma (Arena). Que la Casa Real sepa asumir con entereza sus responsabilidades. Que si el Rey habla de conductas poco ejemplares, personalice, para que nos enteremos. Que Rajoy hable de vez en cuando, que para eso es el director del colegio.

Tengo más deseos, pero no me caben en la carta. Todo esto no es óbice ni tampoco cortapisa para que cierre los ojos soñando con mi regalo de Reyes. En algo me tengo que parecer a aquella niña gorda y extraordinaria que fui.

ELVIRA LINDO 08/01/2012

domingo, 25 de diciembre de 2011


ELVIRA LINDO OPINIÓN
Viejunos y cansinos

Yo vengo de la generación del SÍ o el NO. La generación del SÍ o el No nació en la década de los sesenta, como quien esto escribe. La generación del SÍ o el NO también corresponde a los que vinieron a este mundo en los cincuenta. La generación del SÍ o el NO, a la cual pertenezco sí o sí, es un poco cansina. También la definiría como viejuna, tomando prestados los adjetivos de esos generadores de vocabulario juvenil que han sido los de Muchachada Nui. La generación del SÍ o el NO, a la que también podría denominarse generación del Blanco o Negro, lleva toda la vida impartiendo doctrina y negándole el pan y la sal al adversario. La generación del SÍ o el NO, a la cual pertenezco sin orgullo, tenía respuestas para todo; cada momento de la vida tenía su sí o su no inmediato y sin fisuras. Veamos algunas casillas de nuestro sistema de clasificación: películas de Walt Disney, NO; Joaquín Sorolla, NO; El amor brujo, NO; el folk rural, SÍ; la barba en los hombres, SÍ; el vello en los sobacos femeninos, SÍ rotundo; los dibujos animados checoslovacos, SÍ; los musicales americanos, NO; Martin Luther King, NO; Malcolm X, SÍ; Louis Arsmtrong, NO, en cambio, Miles Davis, SÍ; los perros, NO; los gatos, SÍ, que no son serviles; los cuentos de brujas, NO; los Beatles, NO; los Rolling Stones, SÍ; arte abstracto, SÍ; figurativo, NI DE COÑA; pana, SÍ; pantalón de tergal con raya, NO; Borges, NO, por facha; Cortázar, SÍ. La lista sería infinita. Con el tiempo, dichas respuestas han ido cambiando. Los miembros de la generación del SÍ o el NO pintan canas o pintan calvas, pero hay algo en lo que seguimos encastillados: somos la generación de la intransigencia. Los que se hicieron ideólogos de la derecha, que los hubo, defienden su posición de la misma manera implacable que les caracterizaba cuando eran miembros de la progresía. Son fieles, en el fondo, a los principios de su generación, la del SÍ o el NO. Había una época del año de la que tan rígida generación echaba pestes. Lo han adivinado: la Navidad. Aquellos hechos sorprendentes en los que habíamos creído ciegamente se convertían de pronto en símbolo del reaccionarismo y de la perpetuación de los lazos familiares, y la familia era una cosa, pues mira, como que NO. Cuando tuvimos hijos (hubo otros que se negaron a perpetuar la especie) comenzamos a celebrar las Navidades. Por los niños. A ver. Sin casi darnos cuenta asumimos las tradiciones. Y empezamos a considerar que el hecho de adornar un árbol, poner un belén, sacar los zapatos de los niños a la ventana, y licores y polvorones para sus majestades no contenía ninguna connotación reaccionaria. Comenzamos (hablo de algunos) a estarle sumamente agradecidos a Papá Noel, al que por supuesto antes detestábamos, por permitirnos a los padres separados poder diversificar las fechas de entrega de regalos. Puestos a dejarnos caer en lo más bajo, fuimos a la cabalgata con los niños subidos a los hombros. Nos convertimos en depositarios de las cartas de Reyes, que ahora guardamos como oro en paño porque echamos de menos su inocencia y sus faltas de ortografía. Lo curioso es que cuando alcanzaron los años de la alarmante adolescencia no dieron muestras de abominar de estas fiestas. Estaban deseando, eso sí, que nos tomáramos las uvas y nos fuéramos a la cama para lanzarse a las calles. Si hubieran podido echarnos una pastilla en el champán para que no fuéramos conscientes de su hora de vuelta se hubieran ido mucho más tranquilos. Lo que yo venía a decir tras esta larga introducción es que considerar que estos días son detestables es algo que se nos ha quedado viejuno, como nosotros, más viejuno aún si se escribe en la columna de un periódico, porque esa columna es ya tan cansina como aquella otra que decía que las Navidades son para pasarlas en familia. El antivillancico escrito por Serrat y Sabina es, sin lugar a dudas, una canción para consumo interno de nuestra generación. Solo a nosotros puede parecernos combativo negar el viejo argumento de una canción infantil: el nacimiento de un niño pobre en una cueva miserable. Algo así como cuando Amaiur se niega a votar, no ya a favor sino en contra de Rajoy, por no entrar en el juego de un Parlamento español. ¿Y dónde os creéis que estáis, almas de cántaro, sino en la sede de la que nacen todas las instituciones españolas? De entre las felicitaciones recibidas hay una que incluye una cita de Chesterton que quiero compartir con ustedes:

"Los niños todavía entienden la fiesta de Navidad: algunas veces festejan con exceso en lo que se refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre. Pero aun en los niños esa sensatez se encuentra de alguna manera en guerra con la sociedad. La vívida magia de esa noche y de ese día está siendo asesinada por la vulgar veleidad de los otros 364 días".

Como verán, aun siendo de la generación del SÍ o el NO, trato de corregirme. Feliz Navidad.

ELVIRA LINDO 24/12/2011