Tras la horrenda matanza en la escuela de Connecticut, último episodio de una cadena sin fin, un compungido Barack Obama ha dicho que son necesarias “acciones significativas” para prevenir nuevas tragedias derivadas de la posesión masiva de armas por los estadounidenses. El presidente anunció algo similar tras el tiroteo contra una congresista y la muerte de seis personas en Tucson, el año pasado. Nada políticamente significativo sucedió entonces a propósito de un tema fuera de control en EE UU. Tampoco había ocurrido después de Columbine o de la masacre de la Universidad de Virginia, en 2007.
Si los republicanos nunca legislarán contra una situación conforme a sus más arraigados principios, tampoco lo hacen los demócratas, temerosos de perder votos. Obama pasó como sobre ascuas por el control de armas de fuego durante su última campaña electoral, pese a haber prometido cuatro años antes renovar la tímida prohibición de las de asalto, impulsada por Bill Clinton y expirada en 2004.
Más de un millón de personas han muerto a tiros en EE UU durante los últimos cuarenta años. El dato hace más explosiva la vacía retórica sobre el tema exprimida hasta la saciedad por los poderes públicos de un país en el que casi cualquiera tiene acceso a las armas más mortíferas. Ni los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca ni los líderes del Congreso han mostrado interés en atajar una de las más formidables lacras de la nación que pasa por faro de los derechos humanos.
Obama ya no tiene ninguna elección que perder si muestra el coraje de trasladar a los hechos su emotivo mensaje del viernes. El presidente estadounidense no podría dejar mejor legado a sus compatriotas que una estricta legislación sobre armas de fuego que colocase a EE UU en línea con esas aburridas democracias donde están prohibidas, por entenderse que el derecho a poseerlas no proviene de Dios ni está inscrito en la naturaleza humana.
elpais.com - 16 DIC 2012
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