"Las ballenas nadan en mi cabeza"
Philip Hoare persigue el misterio de los cetáceos en su ensayo 'Leviatán'
Llamadle Ismael. Pero se llama Philip, Philip Hoare. Nadie desde Melville y Moby Dick nos había explicado como él en su libro Leviatán o la ballena (Ático de los Libros, 2010) tantas y tan emocionantes cosas sobre estos animales. Que la historia de Jonás es posible y en 1893 encontraron en el estómago de un cachalote a un marinero macerado por la mucosa gástrica pero por lo demás bastante entero. Que en el féretro de JFK, Jacqueline colocó uno de los dientes de ballena que el presidente coleccionaba. Que el codiciado ámbar gris, tesoro de los perfumistas, es en realidad "mierda de ballena". Que su piel es tan sensible que la presión de un dedo humano les causa temblores por todo el cuerpo. Que surcan los océanos especies aún desconocidas. Que los cachalotes padecen caries. Que las hembras de ballena franca disfrutan tanto con el amor que permiten que las penetren varios machos a la vez...
Como Ismael encaramado al ataúd de Quiqueg, Hoare también ha nadado, a la vez horrorizado y asombrado, entre cetáceos y en una prodigiosa ocasión tomó entre sus manos el pene de una ballena enana (!). Su extraordinario libro, a caballo entre el ensayo científico y literario, el género de viajes -de New Bedford a las Azores-, el de aventuras y las memorias (hasta habla de la muerte de su madre), y que ha encantado a miles de lectores, no solo está lleno de información, lirismo ("el narval arrastra su propia melancolía") y mitomanía (e incluso de un raro erotismo), sino también de experiencias personales.
"Las ballenas existen más allá de lo normal y se mueven por un mundo del que nada sabemos", señala con un arrebato de romanticismo. "Cuando vi saltar la primera me pareció la cosa más poética del mundo". Es Hoare un hombre locuaz, apasionado e inteligente (ya apuntó Melville que la ballena no tolera la necedad). Su interés obsesivo por las ballenas -"nadan en mi cabeza"- viene de niño. "Mi madre usaba mantequilla de ballena que procesaban las factorías de Southampton", recuerda. Y reflexiona: "¡Qué rápido han pasado de ser un elemento industrial a un símbolo de lo que hay que preservar!".
El escritor, alabado por Sebald por su anterior libro sobre el hospital militar de Netley (Spike Island, 2001), siente admiración, piedad y hasta amor por la ballena, pero es sensible a la épica atroz de la vieja caza, la del "¡por allí resopla!" y del trineo de Nantucket. "Era algo muy heroico, locura adrenalínica". Opina que "no hay libro como Moby Dick. Melville inventó un nuevo tipo de obra, con especulación, aventura y metafísica".
En su libro, pleno de historias sensacionales como la de William Scoresby, que mató 533 ballenas y escribía el diario de a bordo en verso, o la de la tripulación integrada solo por marineros negros, Hoare resalta la paradoja de la ballena: "Son los seres más grandes del planeta y el 95% de la gente nunca ha visto una. Y cuando las ves, no las entiendes. Su aspecto escapa de entrada a nuestra comprensión. Ves trozos, una aleta, un chapuzón, y has de componer el rompecabezas gigante de su verdadera forma".
Para Hoare, la relación con la ballena "es la más extraña que ha tenido el hombre con la naturaleza". Dice que sentimos hacia ella, el cetáceo, una atávica sensación de culpa colectiva y a la vez terror, y admiración, y ternura. Son el mal y la inocencia. Los antiguos inventaron prodigios acerca de ellas pero la realidad es mucho más asombrosa: "El telescopio Hubble, allá arriba, funciona porque está lubricado con grasa de ballena que no se congela, los cachalotes tienen pensamiento abstracto, autoconciencia y luminiscencia para iluminar su reino a 500 metros de profundidad; hoy se cree que hay ballenas que pueden llegar a vivir 300 años...". Así que Moby Dick podría estar viva y lucir como ornamentos los arpones de Ahab. Nos quedamos pensando en ello: "Son maravillosas. ¿Sabes que los maoríes se acuestan a su lado cuando las encuentran varadas en la playa para que no estén solas al morir?".
JACINTO ANTÓN. Publicado en EL PAÍS.com - 11/01/2011
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